Crónica del concierto de Coldplay en Barcelona
Coldplay, la música y el estadio
Merchandising no oficial, perlitas adhesivas para los pómulos y accesos abarrotados. ¿Un bolo cualquiera? Uno masivo, sí. De la música mainstream, de lo más paradigmático que se puede consumir a fecha de hoy: Coldplay es la primera banda que ha tocado cuatro noches seguidas en un estadio en España. Las de Barcelona fueron las únicas fechas de la gira en la península del “Music Of The Spheres World Tour”, que lleva rodeando el globo desde 2022. Una cita ineludible para el sector, por volumen en los números. Pero más para los fans.
Algunos de ellos, así trascendió en la prensa, tuvieron entradas para las cuatro fechas (200.000 despachadas en total). El alboroto estaba justificado: Coldplay son la máquina perfecta del espectáculo de masas. Y, además, les importa la música. En qué medida, depende del tramo del concierto. Son pirómanos profesionales: saben prender lo justo para generar el fuego más vasto posible. Son una tarde en el circo, una escapada en globo, un piromusical… Pero también un concierto de rock, pop, funk y dance. Porque, además de la increíble producción, que no ha variado en demasía en los últimos años, están las canciones. Está la música.
Honoris causa de los estadios, Coldplay arrancan entre una maraña de artificios y contradicciones. Por ejemplo, vender una pulsera led de color como algo único: ya las hubo en 2016, última visita a la capital catalana en este recinto, pero ahora se anuncia en pantallas el tanto por ciento de personas que la han lucido en otros países y se compite con Coimbra, donde fue el 86% de la audiencia. Por ejemplo, hacer proselitismo constante de la idea de “concierto verde”: salieron al principio de todo lo que por el tembleque en la voz parecían dos fans para contar que el concierto se producía con un 100% de energía renovable. Por ejemplo, el propio Martin saliendo con un brazalete con los colores de Ucrania.
Coldplay son pasión por lo suyo. Lo aplican al discurso, pero sobre todo al sentido de show y a la extrema profesionalidad. No son una banda con remilgos en casi nada: compran los petardos más gordos, lo combinan con el entretenimiento y con un setlist para disfrutar. Y aun así, la música manda –casi– siempre: suena un “Live Through The Veins” (Jon Hopkins) muy incipiente cinco minutos antes de la salida del grupo, creando una atmósfera invisible. “Que lloro, qué emoción”, rezan los seguidores, que se aventuran a hacer la ola en un estadio plagado de flashes y cámaras al aire. Después, para acabar de prender el carrusel de emociones, la banda sonora de John Williams para “E.T., el extraterrestre” (Steven Spielberg, 1982). Pero de nuevo la música manda y, de entre todos los cañones pop que tienen, deciden empezar haciéndose justicia con el tema con que abre su último disco, “Music Of The Spheres” (2021). Y hay confeti, claro: “Higher Power” de regusto AOR, un regusto que impregna un recital que, con las pulseras locas, genera epilepsia en blanco, rojo, azul. Ahí Chris Martin, sin perder en ningún momento una nota, se lanza ya a la pasarela, que alcanza hasta media pista de lo que fue el campo del Real Club Deportivo Espanyol y dio cobijo a los Juegos Olímpicos de 1992.
Con “Adventure Of A Lifetime” ya hay globos esparcidos sobre las cabezas y el frontman pide que todo el mundo se vaya al suelo. Sí, en el segundo tema. Y el concierto se adentra en una fase revisionista: “Paradise”, más de una década ya de esa parte oscura de su discografía, y, claro, “The Scientist”, una de las joyas post-brit de “A Rush Of Blood To The Head” (2002). Ahí, al piano, Martin desarrolla todo el falsete que Dios le ha regalado y que solo a veces quiere lucir. La noche recoge nostalgias. Por el poco internet que dejan los teléfonos mandando audios y vídeos a amigos que no están ahí, se filtra que ha muerto Tina Turner. Le dedican el concierto.
“Viva La Vida” o “Something Just Like This” inician otro set del espectáculo, que tendrá cuatro actos en total: “planets”, “moons”, “stars” y “home”. No pertenecen precisamente a ese segmento de la obra de la banda en que a uno se le ponen los pelos de punta. Es más bien la total entrega a los estribillos vulgares y, a su vez, coreables. “Viva La Vida”, con todo el grupo ya en la parte frontal de la pasarela, moviliza sonido probablemente por encima de lo que podrían acumular cien mil placas solares en el Sáhara a mediodía y los “oh, oh, oh” se vuelven un género en sí mismo dentro del arte del coreo; para sí los querría cualquier afición del mundo.
La locura por la producción llega al punto en que Martin hace subir a una fan preparada para el momento, que explica que escribió por redes sociales una carta pidiendo que tocaran una canción para su madre: el cantante, dentro de las jugadas entre el efectismo y la emoción televisiva facilona, también puede ser Isabel Gemio. La elegida, “Fly On”, es un tema perdido en todas las memorias, del disco “Ghost Stories” (2014). Después, sin pausa, a saltar de nuevo con “Charlie Brown”. Hay cosas que crispan por evidentes: con “Yellow”, otro himno, las pulseras se vuelven amarillas. Vaya. Pero, de golpe y porrazo, Martin para el bolo porque ve a una chica levantada por las piernas, ella se ve en la pantalla y llora. Coldplay. Y empieza el tema de nuevo: así se conecta con 55.000 personas. Así y sonando shoegazers cuando toca y con unas dinámicas que todavía hacen temblar las peanas.
Cuando el concierto regresa a “Music Of The Spheres”, uno no sabe cuántas películas ha visto ya. Pero todavía quedan algunas surrealistas: cantan “Human Heart” con un muñeco de felpa, literalmente. El concierto dialoga toda la noche entre la coctelera de éxitos. Ahora “People Of The Pride”, una math de guitarras demoledoras que permite dar salida a toda la artillería de efectos: fuego, luces y pulseras, todo a la vez. Lo intimista con “Clocks”. “Aeterna” con máscaras de alienígenas: “everyone is an alien somewhere”, dicta la camiseta del frontman. Y un momento dance junto a “My Universe”. En “A Sky Full Of Stars” Martin pide a la gente que guarde los teléfonos, que quiere “manos arriba y almas”. Sueltan los fuegos artificiales. La fórmula es cero narrativa, pero imbatible. Tanto en una versión del grupo como en la otra, la música está –casi siempre– por encima. No desfallece el sonido y todo se escucha preciso y brutal.
Para cerrar, dicen que han cambiado el plan. Debían tocar –tremendamente gratuita la decisión; han estado una cuantas veces aquí como para no asociar tan fácilmente flamenco a España– “Bamboleo” con algún miembro de los Gipsy Kings, pero primero hacen “Proud Mary” a guitarra y voz. Segundo homenaje, esta vez con música, a Tina Turner. Y, después, “Nel blu, dipinto di blue” (Domenico Modugno).
También cuando Martin ondea los brazos y chapurrea castellano –“perdón por las colas y el ‘tláfico’, vamos a tocar el mejor show de nuestras vidas”–, la música prevalece. Porque se hace cansado en algún punto, como una clase de spinning a la que no te querías apuntar, pero la batería nunca deja de sonar contundente sin saturar, los teclados elásticos y las guitarras punzantes. La música es, por poco o por mucho, lo más importante; la artillería pesada de efectos solo la hace más consumible hoy día, más consumible en un siglo de stories, de no poder concentrarse ni lo que dura un tuit. Cuando Martin canta “Fix You”, al final, cierra los ojos. Los entreabre. Mira al público. Y parece poner cara de ¿flipar? Y eso, para un tipo que vive esa intensidad como cualquiera de nosotros lo hacemos al subir al metro, de forma cotidiana, no es poco. No como para acudir a estas cuatro fechas, pero sí como para atenderlos en cada visita: si ellos dicen “could be paradise”, y lo dicen así, con esa verdad entre la intimidad multitudinaria y el exceso, uno se lo cree.
Crónica por Yeray S. Iborra || Foto: Óscar García
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