Pink Floyd celebra los 50 años de “The Dark Side Of The Moon”
Analizamos uno de los discos más importantes de la historia
El álbum más popular de Pink Floyd vuelve a nosotros reeditado en múltiples formatos con motivo de su quincuagésimo aniversario: tras la edición lanzada en marzo, la semana pasada se publicó una versión remasterizada, precedida por la versión Redux de Roger Waters en solitario. Dejando a un lado las polémicas y los choques de egos, “The Dark Side Of The Moon” sigue suministrando una experiencia sónica tan gratificante como intranquila, un mirador hi tech desde el que vislumbrar el fondo más negro de nuestra psique.
A la mente de Roger Waters –bajista, cantante y principal compositor del álbum– hay que atribuir la idea de buscar la complicidad universal con el común de los mortales enfocando el arte musical hacia la oscuridad, citándonos a todos en el fondo de nuestra psique, en la cara B de nuestras vidas. Allá donde nos las tenemos con las angustias más hondas: la digestión de la violencia y el ruido mundano, el roce con el poder y el dinero, la amenaza del desequilibrio mental y el avistamiento de la figura de la guadaña. Una argamasa de negruras en la que todos nos podemos reconocer, o intuirlo, y que dio lugar a esta obra de tiros largos, “The Dark Side Of The Moon” (Harvest, 1973), un esbelto monumento a la alta fidelidad que, cinco décadas después, conserva su mezcla de majestuosidad y misterio.
En lugar de buscar la comunión a través del amor, como había formulado el rock unos pocos años antes, Pink Floyd apuntaba con la linterna hacia nuestros terrores nocturnos intuyendo que ahí otra clase de gratificación anímica era posible. Quedaba atrás el fin del sueño hippie, y el fino malrollismo espiritual que flota en el álbum, publicado el 1 de marzo de 1973, resultó premonitorio del crac del petróleo, sacudida a la economía global que acaece en otoño de aquel año. Paradojas: el disco que al son del tintineo de la caja registradora de “Money” arremetía contra el capitalismo fue un blockbuster de campeonato y el símbolo de una opulencia sónica –del show business en su conjunto– a la que poco después el punk sometería a severa enmienda.
“The Dark Side Of The Moon” vuelve una vez más a nosotros, ahora en una reedición en forma de lujoso boxset. Estamos ante un monolito de la edad de oro de los álbumes de rock, obras con un recorrido, una narrativa y un aura. Se trata aquí de música tecnológica con rostro humano, dotada de un instinto pop inhabitual hasta entonces en la banda y propensa a atmósferas que nos despiertan una imprecisa melancolía. Con todo el poderío del rock como artefacto dominador y trazos de belleza poética. ¿Rock progresivo? Siempre ha sido resbaladizo colocar a Pink Floyd en esa casilla, pero a estas alturas ya podemos admitir que la tan debatida etiqueta abrazaba propuestas muy distintas entre sí: del gótico teatral de los Genesis clásicos al protometal avant-garde practicado por King Crimson o el senderismo bucólico de Yes.
Tampoco Pink Floyd se asentó nunca en un canon sonoro, y el pop psicodélico que con adorable inocencia abrazó en sus inicios –“The Piper At The Gates Of Down” (Columbia, 1967), su álbum con Syd Barrett– no tardó en mutar hacia cierta mística space rock –“A Saucerful Of Secrets” (Columbia, 1968)– y en platicar con el hard rock y el free jazz: “More” (Columbia, 1969), banda sonora del filme de Barbet Schroeder ambientado en Ibiza. De ahí a la encrucijada de “Ummagumma” (Harvest, 1969), con los cuatro miembros del grupo desarrollando cábalas por su cuenta y riesgo; la enjundia sinfónica de “Atom Heart Mother” (Harvest, 1970) y la definición avanzada de paisajes y fondos electrónicos de “Meddle” (Harvest, 1971), con un tema, “Echoes”, muy influyente en la arquitectura emocional de “The Dark Side Of The Moon”. A estos cabe añadir el capítulo menor de “Obscured By Clouds” (Harvest, 1972), score para “El valle”, segunda y última cita con Schroeder.
La banda llegó a “The Dark Side Of The Moon” con una amplia experiencia y la novedad de encomendar por completo la parcela literaria a Roger Waters, encantado de poder explayarse con sus paranoias. Su propósito inicial fue el de proyectar las presiones que sentía el grupo en su régimen de giras, si bien el concepto evolucionó. La tragedia cercana de su excolega Syd Barrett (1946-2006) invitaba a integrar la insalubridad mental en la ecuación, y Waters fue ampliando el encuadre, entendiendo que sus agobios existenciales eran un material transversal que interpelaba a la humanidad en su conjunto. Así, el álbum comienza y concluye con los latidos del corazón, sugiriendo el trayecto de un ciclo vital. Y a lo largo del repertorio se debate entre conceptos en crisis y en colisión: el sol y la luna, lo que vemos y lo que no, nosotros y ellos, la vida y la muerte.
En la composición musical y la construcción sónica de este disco grabado entre mayo de 1972 y febrero de 1973 en los estudios Abbey Road de Londres, intervinieron los cuatro integrantes del grupo, con cierta significancia para el discreto Rick Wright (1943-2008). Su parada de teclados –órganos Hammond y Farfisa, pianos acústicos y eléctricos, sintetizadores analógicos embrionarios como el EMS VCS 3, que en aquellos tiempos utilizaron también visionarios del art rock como Brian Eno, The Moody Blues o Curved Air– dejó una impronta climática determinante en todo el álbum. Junto a ellos, un Alan Parsons de 24 años enrolado como ingeniero de sonido, acaso tomando apuntes para dar forma, un trienio después, a su popular Project. Y supervisando las mezclas el avezado Chris Martin, que había trabajado en el “White Album” (1968) y en “Abbey Road” (1969), de The Beatles. No es descabellado situar este disco en una categoría semejante a “Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band” (1967), piezas ambas con relato y desafíos de ingeniería sónica.
El álbum presenta diez temas, si bien hay solución de continuidad entre ellos y es razonable hablar del conjunto como una obra conceptual. Nick Mason inserta su firma como autor en el tema de apertura, “Speak To Me”: un regalo de Waters, llegaría a decir este en el futuro, para que el batería tuviera acceso a los derechos de composición. Ahí está el pórtico del disco, un breve collage –poco más de un minuto– de musique concrète que adelanta el leitmotiv troncal con su bombeo cardíaco, las palabras pasavolantes del roadie Chris Adamson –“He estado loco durante muchos putos años, absolutamente, al límite, es lo que tiene trabajar con bandas”– y del portero de los estudios Abbey Road, Gerry O’Driscoll: “Sé que he estado loco, siempre he estado loco, como la mayoría de nosotros”. También las agujas del reloj, el sonido del vil metal y las risotadas dementes fundiéndose con el suave inicio de “Breathe (In The Air)”. La voz del cantante y guitarrista David Gilmour nos invita entonces a respirar, aunque sea en “la carrera hacia una tumba temprana”, invocando el espíritu apaciguador del blues con un solo planeador y la incursión del pedal steel lejos de sus connotaciones country. Si bien Waters es el cerebral ideólogo de este trabajo, Gilmour aporta el sentimiento.
De ahí a “On The Run”, número instrumental sin estribillo ni estrofa asentado en una secuencia de ocho notas de sintetizador y proveedor de un efecto robótico que parecía explorar territorios paralelos al entonces seminal krautrock. Un tema con el que la banda quiso reflejar el estrés de su vida de trotamundos y el miedo a los accidentes aéreos –en un principio se titulaba “The Travel Sequence” y era más guitarrero– que incluye el mensaje de megafonía de una terminal, con las indicaciones para embarcar en un vuelo con destino a Roma, El Cairo y Lagos. ¿El Cairo? Es difícil desentrañar la pronunciación: la aséptica voz femenina podría perfectamente estar diciendo Kano, en Nigeria, el país cuya capital es Lagos. Resulta que pocos años antes, en 1969, un vuelo con destino precisamente a Roma, Kano y Lagos se había estrellado cuando se acercaba a este último punto, dejando un saldo trágico de ochenta y siete muertos. La pieza concluye sugiriendo modos violentos que invitan a pensar en una aparatosa colisión. “On The Run” resulta avanzada a su tiempo por el uso deliberado de una sonoridad maquinal en el contexto de una obra con fuerte poder emocional.
Vamos escalando la cumbre y “Time”, con su introducción en la que sonidos descoyuntados de carrillón nos sitúan en una dimensión ajena a las pautas temporales, desata una vaga secuencia funk para envolver una verbosidad perezosa, que apunta a la rutina de tantas vidas laborales: “Consignando los momentos que dan forma a un día aburrido / desperdiciando y malogrando las horas de modo despreocupado”. Y sintiéndose “falto de aliento y un día más cerca de la muerte”. Notas sobre la esterilidad de los días, propias del chico británico crecido en la posguerra que cuestiona los abnegados parámetros vitales de sus padres. Expresan la parálisis catatónica con que podemos llegar a contemplar nuestra existencia si no le ponemos remedio tratando de controlar nuestro destino. Textura rock, solo de guitarra avasallador, dramatismo coral a cargo de cuatro avezadas voces de sesión: Doris Troy, Lesley Duncan, Liza Strike y Barry St. John arropando, en la segunda sección, la voz de Rick Wright. Algo muy inusual, porque este último no volvería a cantar en solitario hasta “The Division Bell” (EMI, 1994). Y la transición hacia el clímax de la cara A del elepé original representada por ese “The Great Gig In The Sky” armado para perder el mundo de vista.
Pocas veces una actuación vocal desprovista de un texto al que agarrarse ha resultado tan poderosa y evocadora como la de Clare Torry, joven y desconocida cantante de versiones situada aquí en el papel de su vida y trepando hasta más allá de las colinas del raciocinio con vistas al umbral de la última morada. El enigma de la existencia y el miedo a la muerte condensados en un canto en vuelo libre que transita del desvarío a la paz y la aceptación. La pieza no solo carecía de palabras, también de línea melódica, y Torry la describió a partir de la sucesión de acordes suministrada por Wright. En su momento esta aportación no fue reconocida con créditos de autoría y las treinta libras correspondientes a una sesión de grabación en domingo fueron su único emolumento. En 2004, Torry llevó a Pink Floyd a los tribunales, que fallaron a favor de ella, reconocida a partir de entonces como coautora.
“The Great Gig In The Sky” aporta, junto con “Us And Them”, secuencias de lucimiento de Wright como creador musical a título casi último en la historia de Pink Floyd, dado el creciente dominio de Waters en los créditos de los siguientes álbumes (rol relevado ya en la etapa final del grupo por Gilmour).
Consumado ese fundido lánguido, la segunda parte del cancionero, cara B del vinilo, se abre a golpe de hiperrealismo: “Money”, con su cascada de monedas y su engranaje de recaudación, constata el poder de la economía y desliza las contradicciones que puede generarnos el deseo de riqueza, empezando por la propia banda. “El dinero es un crimen / Compártelo de una manera justa / pero no cojas un trozo de mi pastel”, canta con sarcasmo Gilmour sobre un andamiaje de rock, guitarra con wah-wah y el distintivo riff que aporta el bajo de Waters. Solo de saxo tenor de Dick Parry y una dinámica con cierta reminiscencia rhythm’n’blues. “Money” dio señal en su día en las listas internacionales y resultó ser el mayor éxito comercial de la banda hasta “Another Brick In The Wall (Part II)”, en 1979.
El eco del consumismo y el materialismo alcanza al tema que le sigue, “Us And Them”, en el que danzan los dilemas íntimos en un escenario de guerra y de polarización social, en tensión con la codicia, la pérdida de derechos civiles y los prejuicios raciales. Waters pone en solfa sus pensamientos más funestos sobre la condición humana y se entiende al milímetro con el lienzo instrumental dispuesto por Wright. Unos arpegios de piano concebidos para la banda sonora de “Zabriskie Point” (Michelangelo Antonioni, 1970), firmada en parte por Pink Floyd, que el director del filme había descartado por considerarlos demasiado tristes –su título originario era “The Violent Sequence”– y que ponen los pilares de esta especie de anticlímax con texturas de órgano litúrgico y el presagio de una enrarecida naturaleza que condena nuestras vidas. El fondo conceptual de “Us And Them” acompañaría a Waters en el futuro, dando título a su gira en solitario de 2017-18.
“Any Colour You Like” es la pieza menos definida, una suerte de jam montada sobre un ciclo de dos acordes en la que sobresale el solo de Gilmour. Inciso de evasión previo a los estadios finales de la obra, con ese “Brain Damage” en el que, a partir del recuerdo de Syd Barrett, Waters se pregunta si la locura es, después de todo, la respuesta cabal al aquelarre de violencia y culto al dinero en que a su juicio vivimos. ¿Quién es el loco, Barrett o todos los demás? La pregunta anida en las tesis del psiquiatra R. D. Laing, adalid del movimiento de la antipsiquiatría. “Brain Damage”, tema etiquetado inicialmente como “Lunatic”, avanza con parsimonia reservando un sentido clímax rematado por la frase que da título al álbum. Nos veremos, sí, al otro lado de la luna. Y alfombrando el camino, “Eclipse” –así estuvo a punto de llamarse el disco cuando el grupo blues-rock Medicine Head lanzó, en 1972, un elepé titulado “Dark Side Of The Moon”– se relame en esas conclusiones desplegando un bucle aplastante con el que Waters quiere compartir con el oyente su connivencia con la oscuridad. Así que en el reconocimiento de los sentimientos tóxicos está la identificación mutua. Una tiniebla que Gerry O’Driscoll, el portero de Abbey Road, cerrando el círculo, eleva a la totalidad, puesto que, como se puede oír en su voz como desenlace del tema, “el lado oscuro de la luna no existe en realidad; de hecho, todo es oscuro”. En su afán por capturar frases improvisadas de quienes estuvieran trabajando esos días en Abbey Road, Waters plantó la grabadora ante Paul McCartney –que trabajaba con los Wings en “Red Rose Speedway” (1973)–, pero, al parecer, lo que dijo el ex beatle acerca de la luna y su otra cara resultó sobreactuado e inutilizable.
Cuando “The Dark Side Of The Moon” se puso en circulación, parte de los seguidores del grupo ya estaban sobre aviso, puesto que Pink Floyd comenzó a foguear este material un año antes, en enero de 1972. Pero para el público en general su alumbramiento fue una revelación, y de largo alcance. Como es sabido, el álbum batió marcas de permanencia en el Top 200 de ‘Billboard’ en Estados Unidos, con un total de 974 semanas, casi diecinueve años. Generó, con todo, opiniones encontradas: vía de entrada al grupo para los neófitos, discutido por ciertos fans hardcore precisamente por su accesibilidad, mayor que la de discos anteriores. Es una obra analizada y desmenuzada hasta la patología, con extremos pintorescos como esa teoría que la sitúa como banda sonora alternativa del filme “El mago de Oz” (Victor Fleming, 1939), con sus paralelismos entre el sendero de las baldosas amarillas y la metáfora cósmica e hipotéticas sincronías de las frases de la niña Dorothy y los sucesivos climas sonoros. Cultiva su mística esa portada a cargo del equipo habitual de la banda, Hipgnosis, a partir de una idea sencilla y con potencial icónico: el prisma que precipita el fenómeno de la refracción de la luz sobre un fondo negro.
El análisis del álbum ha convivido, a lo largo de los años, con el influjo manifiesto en numerosos trabajos de la esfera del pop y el rock. No es la única obra de Pink Floyd que ha proyectado su sombra en tantas otras carreras: la versión bautismal del combo, con Syd Barrett, ha fascinado a trovadores lisérgicos y a bandas aventureras y ha sido comúnmente citada como referente cool prioritario. Pero aunque la educación post-punk recelara del perfeccionismo técnico de “The Dark Side Of The Moon”, los Floyd como arquetipo de grupo-dinosaurio, su influencia en artistas de diversos ascendientes –lo declararan o no– es visible en muchos catálogos, ya sea en torno al pop neopsicodélico, la electrónica, el metal progresivo u otras tendencias
Ya en su día, el álbum impactó en músicos de vanguardia como Kraftwerk, que tomaron nota del psicótico bucle electrónico de “On The Run” a la hora de dar forma a su “Radio-Activity” (1975). De esta pieza se tomó nota desde ámbitos muy dispares, desde el mismo krautrock y de exploradores planeadores como Tangerine Dream hasta, unos años después, la escena del synthpop. Mención especial para Talk Talk, cuyo tercer álbum, “The Colour Of Spring” (1986), resultó ser un favorito de Rick Wright. La impronta flotante de Pink Floyd y de “The Dark Side On The Moon” es perceptible en las obras de artistas de espíritu independiente como Julian Cope, Thomas Dolby o Kate Bush, que fue descubierta por Gilmour. Y en el sinfonismo pop de Tears For Fears.
Pero si en los ochenta las pistas se manifestaron por lo general entre líneas, los noventa trajeron muestras de complicidad un poco más explícitas. La entrada en escena de la IDM y del techno trance reflejó puntos de contacto con casos abiertamente asumidos como el de The Orb: aquella significativa portada de ‘Melody Maker’ en 1993, con David Gilmour y Alex Paterson frente a frente y el prisma de haz multicolor como intermediario. Un influjo no solo sonoro, sino también apreciable en la noción escénica y luminotécnica. Poco después, en un campo más rock, Radiohead digería una familiar melancolía existencial en “OK Computer” (1997), con secuencias de concienzudo guitarrismo como “Lucky”. Y Coldplay demostraría en su discografía el conocimiento de esta obra con extremos de madurez como “Coloratura”, de “Music Of The Spheres” (2021). Otro que quedó atrapado por los recesos místicos de Waters y compañía fue Billy Corgan en temas como “Porcelina Of The Vast Oceans”, del disco “Mellon Collie And The Infinite Sadness” (1995), de The Smashing Pumpkins. Como otros contemporáneos: el dúo francés Air, los neosinfónicos Marillion, industriales como Nine Inch Nails y metaleros progresivos y/o aventureros como Dream Theater y Tool.
Qué decir de la banda instrumental Ozric Tentacles. Y de The Flaming Lips, que llegaron a facturar en 2009 una versión propia de “The Dark Side Of The Moon” junto a Stardeath And White Dwarfs, Henry Rollins y Peaches. En esa categoría, la reconstrucción del disco, hay que citar el volumen “Return To The Dark Side Of The Moon” (2006) a cargo de un enorme elenco de músicos que incluye a miembros de King Crimson, Yes y Styx, así como Dweezil Zappa. Se han publicado tributos en clave de dub (de Easy Star All-Stars), a capela (Voices In The Dark) y bluegrass (Poor Man’s Whiskey). Y en España, donde se pueden captar pistas en los discos de Triana en los años setenta, y más recientemente, en “Hola Tierra” / “Hello Earth” (2021), de Antonio Arias (trabajo con producción de Youth, el ex Killing Joke), hay que mencionar la reconstrucción íntegra del álbum a cargo de Marcel Bagés y David Soler, con la asistencia de Maika Makovski, Alba Carmona y Nico Roig, estrenada en 2022.
Cinco décadas después de su alumbramiento, “The Dark Side Of The Moon” reaparece en diversas versiones, incluyendo el álbum “Live At The Wembley Empire Pool, London, 1974” y un libro sobre su elaboración. Es improbable que la versión más lujosa pueda siquiera llegar a competir jamás con ese elepé original que se ha ido heredando de padres a hijos. Tampoco lo hace la nueva grabación de Roger Waters, a título individual, sin contar con Gilmour ni Mason, dispuesto a reivindicar su autoría del conjunto de las composiciones. Casi quince años después de la muerte de Rick Wright, el trío superviviente sigue enredado en una guerra sin fin cuando sus integrantes se acercan a los ochenta, con declaraciones estridentes en la prensa y ridículos choques en Twitter. Hay combates de egos que no descansan y obras que sobreviven a los odios eternos que se dispensan sus creadores. Quizá sea ese el retorcido modo de Waters de darse la razón cuando nos habló, hace cincuenta años, de que el lugar en el que los humanos confluimos es, de modo incorregible, el lado oscuro de la luna.
Escrito por Jordi Bianciotto
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