Sticky Fingers

“Sticky Fingers”, tiempos de cambio para The Rolling Stones

Envuelto en una icónica portada firmada por Andy Warhol, el noveno álbum en estudio del grupo británico mantiene intacto su atractivo.

Por César Luquero

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Publicado en abril de 1971, “Sticky Fingers” no es solo uno de los mejores trabajos de The Rolling Stones, sino que marca su entrada en la década de los setenta bajo el signo del cambio. Nueva formación, una orientación sónica distinta y control absoluto de su devenir discográfico. Durante dicho decenio, el quinteto londinense trascenderá el complejo reto de la perdurabilidad para consolidarse como el grupo de rock más exitoso del planeta. Y en ese camino de gloria seguirá cuajando algunos álbumes tan relevantes como este.

Un sueño que termina

El tramo final de la década de los sesenta fue un tiempo convulso para The Rolling Stones. Consolidado como el grupo de rock’n’roll más grande de su tiempo, el quinteto británico atravesaba una imparable racha creativa que se empezaba a traducir en la publicación de algunos de sus mejores trabajos bajo la batuta de un productor clave en el desarrollo de su música, el estadounidense Jimmy Miller.

Pero en la carpeta de asuntos internos permanecía el expediente del guitarrista Brian Jones, sumido en el pozo de las adicciones y apartado del grupo. Encontrar un sustituto para que la apabullante maquinaria stoniana siguiese girando pasó a ser asunto primordial. La mediación del recientemente fallecido John Mayall resultó clave en el fichaje de Mick Taylor, un chavalote de 20 años que, como Eric Clapton o Peter Green, también había hecho callo en esa oficiosa academia del brit-rock que fueron los Bluesbreakers. Jones entró en el infausto Club de los 27 el 3 de julio de 1969, se ahogó en la piscina de su mansión en Sussex en circunstancias más que extrañas. Al día siguiente vio la luz el sencillo “Honky Tonk Women”, ya con Taylor en los créditos, quien también participaría, aunque testimonialmente, en un par de cortes del álbum “Let It Bleed”, publicado el 28 de noviembre de ese mismo año y que alcanzó el número uno en las listas del Reino Unido.

Cuando parecía que el equilibrio en la fuerza del grupo se había restablecido, este se vio cercado por otro seísmo de cariz trágico. El 6 de diciembre, durante el concierto que ofrecían en el circuito californiano de Altamont, uno de los asistentes fue apuñalado por los miembros del equipo de seguridad del festival –se encargó la tarea a los Ángeles del Infierno– y murió. Los Rolling Stones eran las grandes estrellas de la cita y, cuando terminaron su set, sin saber aún el trágico alcance del altercado, también concluyó una era. Fin de la década de los prodigios. Los setenta acechaban a la vuelta de la esquina.

Un blues controvertido

Con el cambio de década, los Stones habían quedado libres de marca discográfica. Su contrato con Decca había terminado y en lugar de fichar por otro sello decidieron montar el suyo, Rolling Stones Records. Pero su antiguo mánager –el avispado Allen Klein, un precursor de los modelos de gestión integral de las carreras artísticas con su compañía ABCKO, una bestia parda negociando contratos, un tipo inmisericorde cuando se trataba de reclamar royalties– había maniobrado en la sombra para quedarse con los derechos de todo el catálogo stoniano en Estados Unidos.

Para rematar la faena, Decca exigió al grupo la entrega de un tema más con el que zanjar el enredo contractual, y este no tardó en enviarlo. La canción se llamaba “Cocksucker Blues”, lo que viene siendo “El blues del chupapollas” en cristiano, y por supuesto no se publicó. No estaba el horno para según qué bollos.

Un buen paquete

La fundación de Rolling Stones Records obligaba a mover varias fichas, entre ellas la de la imagen corporativa. Hacía falta un logo, así que el grupo puso a trabajar a John Pasche, un veinteañero recién graduado en diseño por la Royal School of Art al que ya habían encargado el cartel de su gira europea de 1970. Mick Jagger le sugirió que la diosa Kali podría ser buena fuente de inspiración y Pasche respondió con el logotipo de la lengua y los labios que, desde entonces, a partir de “Sticky Fingers”, identifica no solo a la discográfica, sino también al grupo.

También había que pensar en la portada del nuevo disco, cuyo nombre sin duda se prestaba a dobles sentidos. Andy Warhol y su equipo en The Factory asumieron el encargo subrayando en el diseño el carácter equívoco del título. De paso, facturaron una de las cubiertas más potentes de la historia del rock’n’roll: sobre fondo blanco, un plano cercano de entrepierna masculina embutida en ceñidos vaqueros al que incorporaron una cremallera real que podía subir y bajar dejando al descubierto la abultada ropa interior impresa en el interior de la carpeta abierta. El concepto, desarrollado por Warhol, fue ejecutado por dos discípulos de su factoría pop, el diseñador Craig Brown y el fotógrafo Billy Name. No fue la única portada que la estrella neoyorquina firmó para los Stones, la del doble directo “Love You Live” (1977) también es suya.

En España aquel paquetón no pasó el corte de la censura, todavía activa durante el tardofranquismo. Hubo que buscar un plan B y se volvió a recurrir a John Pasche, que optó por un diseño de portada más literal, la imagen de una lata de sirope de azúcar recién abierta a la que asoman tres inquietantes dedos. Además, el triste censor decidió que los melómanos españoles no estaban preparados para asimilar “Sister Morphine”, que fue reemplazada por una toma en directo de “Let It Rock”, tema original del padrino rockero Chuck Berry.

Una buena racha

Tachonadas de riffs y licks de guitarra para el recuerdo, las diez canciones de “Sticky Fingers” llevaron a The Rolling Stones a la cima de las listas en medio mundo. Estados Unidos, Canadá, Alemania, Reino Unido o Australia fueron algunos mercados en los que el álbum ocupó el número uno, propulsado por estándares de impacto indeleble como “Brown Sugar”, la oceánica “Can’t You Hear Me Knocking” o la balada “Wild Horses”.

Además, incluía una versión que añadía dinamismo al conjunto –“You Gotta Move”, góspel-blues con guitarra slide de Taylor– y recuperaba “Sister Morphine”, canción que Mick Jagger y Keith Richards habían coescrito junto a Marianne Faithfull en 1968, cuando esta aún era pareja del cantante, también con slide guitar por cortesía del maestro Ry Cooder. A lo largo de sus 46 minutos, los Stones transitaban del rock endurecido adornado con metales superlativos de “Bitch” al conmovedor southern soul de “I Got The Blues”, haciendo escala en los parajes country-folk de “Dead Flowers”.

Con Taylor integrado en su exigente disciplina, más que consolidada su relación con el productor Jimmy Miller, el grupo afrontaba la nueva década entre inmejorables vibraciones, aunque en realidad “Sticky Fingers” estaba dando continuidad a una de las tandas compositivas más impresionantes de la historia del rock: la que había empezado con “Beggars Banquet” (1968) y “Let It Bleed” y concluiría –a tope de toxicidad– con el doble álbum “Exile On Main St.” (1972).


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